martes, 14 de octubre de 2014


 
 
El próximo viernes presento mi último libro, espero que podáis asistir

sábado, 14 de abril de 2012

Crisis de todo: ¿es posible una filosofía después del desastre?

Capítulo I. UN LECHO DE PROCUSTO PARA LA HUMANIDAD: CRISIS DE LA FILOSOFÍA, CRISIS DE LA PRUDENCIA.

(METÁFORA)

En la mitología griega, Procusto (deformación de Procrustes, en griego antiguo Προκρούστης Prokroústês, literalmente ‘estirador’), también llamado Damastes (‘avasallador’ o ‘controlador’), Polipemón (‘muchos daños’) y Procoptas, era un hermoso bandido y posadero del Ática (o según otras versiones a las afueras de Eleusis). Se le consideraba hijo de Poseidón. Con su esposa Silea fue padre de Sinis.

Procusto tenía su casa en las colinas, donde ofrecía posada al viajero solitario. Allí lo invitaba a tumbarse en una cama de hierro donde, mientras el viajero dormía, lo amordazaba y ataba a las cuatro esquinas del lecho. Si la víctima era alta, Procusto la acostaba en una cama corta y procedía a serrar las partes de su cuerpo que sobresalían: los pies y las manos o la cabeza. Si por el contrario era más baja, la invitaba a acostarse en una cama larga, donde también la maniataba y descoyuntaba a martillazos hasta estirarla (de aquí viene su nombre). Según otras versiones, nadie coincidía jamás con el tamaño de la cama porque ésta era secretamente regulable: Procusto la alargaba o acortaba a voluntad antes de la llegada de sus víctimas.

Dejando a un lado las cuestiones económicas de la crisis en la que navegamos, para las que la metáfora es absoluta, nosotros nos vamos a referir como el título indica a la posibilidad en la crisis absoluta en la que estamos, (económica, ética y cultural) a la filosofía y su papel.

Nuestra época ha emprendido, hace ya algún tiempo, una verdadera liquidación -no se sabe bien si por reforma o por defunción-. Parece evidente, que no sólo se consume en el mundo del comercio, sino también en el de las ideas, y esto es bastante preocupante. Todo se compra con tan poco esfuerzo que puede llegar el momento que nada tenga valor más allá de su precio, y ya nosotros no tengamos nada que vender. Una clara muestra de lo que acabo de decir parece percibirse en los caracteres de nuestra cultura actual. Una cultura de luto, de esquela funeraria que muestran un cierto desinterés por cualquier tipo de cultura creativa -o viva que es lo mismo- haciéndonos partícipes, en múltiples ocasiones, de un culto desmedido por todo lo que no es, por el simulacro, y un claro ejemplo es la televisión.

Caro Baroja decía, hablando del intelectual que se dedicaba a tareas culturales, que era un “anarquista en posesión constante de la duda”. Yo ampliaría más esta sentencia. Lo que ocurre hoy es que cualquier reflexión sobre la realidad, sea hecha o no por un intelectual, no genera confianza sino duda. Hoy en día nos conformamos con demasiada frecuencia a la realidad, posiblemente por la desaparición de los modelos que nos permitían concebir un sentido unitario de la misma. Los códigos de conducta han perdido la coherencia lógica que los justificaba, al ser sustituidos por un pragmatismo circunstancial laminador pero no falto de interés. En definitiva, parece que hubiese agotado la capacidad de sorpresa, y solo esperásemos, desilusionados, desencantados algo nuevo que pueda justificar el futuro. (como si no hubiera salida como el cruel «Litierses» (hijo del rey Midas que invitaba a los visitantes a que segaran la tierra con él, si se negaban los mataba, si accedían los mataba después del trabajo). Da la sensación de que llevamos mucho tiempo engañados por una idea de progreso ensimismada y poco reflexiva. El impulso de ir más lejos es muy antiguo en la tierra y casi siempre ha ocurrido lo mismo. Heráclito -mal llamado el oscuro- decía que “nadie puede cruzar dos veces el mismo rio” (DK 22 A 6), su discípulo Crátilo por esa antigua manía fue más lejos y añadió “... ni siquiera una vez” (Aristóteles, Metaf., IV, 5, 1010 a). ¡Pobre Heráclito que tenía este discípulo! La máxima de Heráclito sobre el movimiento se convirtió justamente en la negación del mismo. Su discípulo sólo deseaba (“ir más allá”) que su maestro, sin embargo sólo consiguió volver a una posición que Heráclito ya había abandonado (una bonita y certera metáfora de la posmodernidad), el posmodernismo ha intentado superar la modernidad con tan mala fortuna que en vez de convertirse en algo nuevo se ha convertido en una antigualla.

Poco a poco, la razón (argumentativa), debido a su fragilidad, ha ido sucumbiendo a la voluntad (consumista) (el nivel de educación es inversamente proporcional al dinero que necesitamos los fines de semana); de tal forma que hoy en día al comienzo del nuevo milenio el occidente europeo parece haberse olvidado del “logocentrismo” griego y poco quiere saber de la razón. La moda de ahora es la crisis de la razón como resultado de la negación de los estadios teológico y ético, para venir al impulso estético. A partir de aquí todo deberá entrar en el limbo “inocente y neutro” de la ornamentación, de la moda, los pasatiempos, el juego formal, la adulación, el producto industrial doméstico y la estatalidad recompensada; más que cultura integral tenemos más que nunca una cultura integrada. Estamos ante “hordas de esclavos felices que atacan a quien les describe como felices esclavos”, conscientes de que la esclavitud puede vivirse, pero no sentirse. Hoy no tiene ninguna relevancia el Prometeo ético que se rebela contra Zeus, la partida la ha ganado la seductora/estetizante Pandora (Pan-dora=Todo regalo) maestra consumada en el arte de la mentira y en el oficio de la corrupción.

Es significativa la insistencia de Baudrillard en describir la pérdida de sentido, la ausencia de finalidad que tienen las cosas de nuestro siglo, de tal forma que todo lo que tenía un sentido, una finalidad queda reducido a mera apariencia o simulacro que termina escapando a toda lógica racional. Esta afirmación que nos lleva a la denominada “cultura de la imagen (de la cultura)” tiene una fácil crítica: en efecto, la (civilización audiovisual) que supone la desaparición de la distinción entre imagen y verdad posibilita unos medios de comunicación de masas que excluyen el diálogo y que parecen distribuir una nueva mitología popular, una de cuyas consecuencias más negativas es que lo político escapa a cualquier legitimidad racional-discursiva.

Pero todavía hay más. No es que nosotros queramos recuperar aquella distinción platónica entre apariencia y verdad, cuya crítica parece que fundamenta el credo posmoderno, sino que esa pérdida de sentido alcanza a la apariencia misma de la cosa, ni siquiera lo superficial, la apariencia es verdad. Todo es un simulacro sin sentido, ni siquiera las cosas son percibidas sino a través de las traducciones que el poder revela: la traducción del saber complejo al lenguaje de la claridad implica un nuevo discurso simplificador desprovisto de carga crítica, perturbadora o revolucionaria. Roland Barthes (Fragmentos sobre “lo neutro”, 1977), llegó a expresar en una ocasión que el lenguaje es, por definición, fascista; por ello el pensamiento burgués inventa el truco de la vacuna; se inyecta pequeñas dosis de divulgación por fascículos para inmunizar contra los estragos del saber molesto. De tal forma que la imagen que tenemos de las cosas se sustantiva y pasamos de una cultura centrada en la imagen como objeto cultural a una cultura que hace de la imagen un objeto de culto. Jordi Llovet en un libro exitoso actual “adiós a la Universidad”, dice que la crisis de la palabra, del lenguaje es la responsable del colapso de la cultura y las letras en general, de las humanidades.

Un ejemplo evidente hoy en día lo encontramos en la “Política”. Muy difícil es definir lo que entendemos por política: Bertrand Russell la definía al hablar del trabajo de esta forma en Elogio de la ociosidad: hay dos clases de trabajo, el primero: modificar las disposiciones de la materia, el segundo: mandar a otros que lo hagan. La primera clase de trabajo es desagradable y está mal pagado, la segunda es agradable y muy bien pagada. Pues bien, en esta segunda clase no sólo están los que dan órdenes, sino los que dan consejos sobre qué órdenes deberían de darse. Generalmente, varios grupos de hombres dan clases de consejos opuestos; a esto se llama Política. Para este tipo de trabajo se requiere cada vez menos el conocimiento de los temas sobre los que se aconsejan, sólo hay que dominar el arte de la propaganda, de la imagen servidora. Y esto es muy peligroso, pues la propaganda reduce su nivel intelectual en proporción a las dimensiones de la masa a la que se pretende atrapar, desapareciendo los contenidos y quedando únicamente la apariencia superficial comunicable (look); imagen de producto, que son el tipo de imágenes que transmiten los medios de comunicación de masas. La consecuencia es terrible, ya que en una sociedad tan poco vertebrada como la nuestra, manda el que está un poco organizado atribuyéndose un poder mucho mayor que el que le ha dado la sociedad.

En este panorama, aparecen algunas consecuencias que son la cara oculta que nadie gusta reconocer. En un mundo de tecnologías la realidad se vuelve abstracta y tiende a ser sustituida por términos estadísticos. La sensibilidad del hombre tecnológico se ha habituado esquizofrénicamente a masacres, hecatombes e incultura que se acercan con naturalidad a su oasis de seguridad, paz y solvencia (la paradoja de la educación y la cultura –decía hace poco Fernando Savater aquí en Córdoba, es que mientras más ineducado o inculto es uno, menos importancia cree que tiene la educación y la cultura). Otro aspecto característico de nuestras sociedades es la aparición del espectáculo como parte de nuestras vidas. El hombre tecnológico vive en una sociedad del espectáculo (concepto acuñado por Guy Debord en La Sociedad del espectáculo), un mundo donde todo se concibe en términos televisivos y el decorado termina por ocultar la realidad. La televisión convierte todo en espectáculo porque sabe que así la gente ve las noticias y al final el decorado termina por ocultar la realidad. Los periódicos buscan desesperadamente imitar a la televisión, simplemente porque no hay grandes beneficios en la prensa escrita y un resbalón puede suponer su perdición. La política tampoco está a salvo de esta orientación. En los debates políticos electorales priman más los factores teatrales que los políticos, la forma de hablar de los contendientes, el público, el color de sus trajes (o disfraces), el color de fondo que ha de presidir el debate, el escenario, los nervios al actuar, etc. El valor político esencial no parece ser la honestidad sino la credibilidad para el actor lo importante es hacer creíble el personaje, pues el público acepta que representa su papel: nada puede perdonarse menos que un actor que no hace creíble el drama.

Privados de nuestras ideologías tradicionales, nos arriesgamos a creernos condenados a una nueva barbarie, que nos aparece como el corolario natural del desorden. Esa es la amenaza y, en este sentido, la nueva Edad Media (que propugna Alain Minc, La nueva Edad Media) se justifica en base a la antigua. La barbarie se extiende en nuestro siglo y el pensamiento parece que se silencia. Los parámetros culturales que hasta ahora han servido para huir de lo tosco, lo irracional, lo rudo ya no tiene efectos balsámicos o positivos. El mundo de las letras, de la filosofía, de la cultura que ha sido nuestro soporte, parece tener los días contados y sólo a los que están metidos en él les preocupa. Una nueva generación despiadada con lo educado, lo refinado, lo cultivado, lo intelectual, se está extendiendo sin oposición.

Pero, ¿quiénes son esos nuevos bárbaros?, no son extranjeros con culturas ajenas y diferentes, sino autóctonos miserables e insensibles ante los valores de las artes liberales que han fundamentado nuestra democracia. La barbarie tiene hoy muchos rostros, los agresivos, los violentos son los mejor detectados, pero no son sólo estos los que aparecen, y no son los más peligrosos para el debilitamiento o desaparición de nuestra cultura, de nuestra forma de ver el mundo. Los bárbaros parecen surgir hoy de todas partes, de la realidad, de la ficción, de las ideologías, de la televisión. Tanto en las crónicas de sucesos como en la reflexión filosófica la barbarie se ha hecho presente, pero nunca se ha estudiado tan poco. Por eso, muchos comportamientos pasan desapercibidos, o no es barbarie la desaparición de las letras como parte integrante del mundo social, universitario o cultural. ¿Acaso no es barbarie buscar solo en el desarrollo económico el progreso de una nación? (como bien expone Martha Nussbbaum, en un libro magnífico, sin fines de lucro, el criterio de la felicidad no debe ser económico, sino cultural) Urge reflexionar ante la desconcertante situación de una barbarie actual en la que incluso los que no entienden nada, creen saberlo todo (Belen Esteban).

Empecemos por la historia del concepto que puede arrojar una luz diáfana sobre el problema. La voz “barbar” aparece por primera vez en textos griegos. La Ilíada de Homero en su canto 2, verso 867 despliega por primera vez un término auditivo-onomatopéyico singular “barbarophonôn”, referido a un pueblo, los carios pueblo de voces rudas. Hay bárbaros porque hay griegos, y Estrabón al hablar de los carios los caracteriza por un pueblo que al hablar tartamudea, balbucea o cecea. En definitiva, la cuestión bárbara es principalmente una cuestión de palabras, de lengua como vehículo y vínculo entre hablantes, y al caracterizarlo, Homero nos pone en la pista de que bárbaro no es el que habla otra lengua, sino el que habla mi misma lengua, pero la habla mal. Esa deformación de algo para mí familiar genera malestar en mí, desconfianza, una sensación inmediata de un mundo perturbado, ajeno, virtualmente hostil. Los bárbaros son gente que no oyen, almas que no escuchan pues no aprenden la lengua común.

Un filósofo presocrático Heráclito, da un paso más y dice: “Malos testigos para los hombres, ojos y oídos, si tienen almas bárbaras” (DK 22 A 16). Para Heráclito la realidad está ordenada por el logos, por el discurso, por la palabra, por la razón, tres significados de la misma palabra “logos” que le cuadran bien al traducirla. Por tanto, bárbaros son aquellos que no entienden la lengua de la naturaleza, aquellos que en vez de hablar farfullan, balbucean, que no comprenden lo que los ojos ven, ni entienden lo que los oídos oyen. En Heráclito (como en Homero) esos bárbaros pueden ser gentes que hablan griego, pero denotan falta de comprensión, sensibilidad cultural, unos brutos no civilizados. En su origen, el bárbaro no es el de fuera, al revés, es el de dentro que habla mal, el rudo, el tosco, el torpe, el idiota, y a partir de aquí por extensión y basándose en un etnocentrismo multiplicador pasa a los de fuera. El bárbaro como alguien extranjero es una creación docta, el producto de filósofos, historiadores o geógrafos, a partir de ese momento el bárbaro es el “xenos” o “allogenos” (extranjero).

Por eso, a partir del siglo IV a. C. se extiende el sustantivo y el plural, los barbaros son los extranjeros, los persas; y con Julio César, los vándalos, los hunos o los alanos, hordas o tribus autónomas, combatientes rudos, vestidos de cuero y de pieles, que llevan una vida rudimentaria y miserable en lugares desprovistos de ciudades. Este es el significado que ha ejercido cierta hipnosis que ha hecho concentrarnos en el depositario y no en sus características.

De esta forma el filósofo y el bárbaro están en las antípodas, en un mundo basado en la razón, el bárbaro se excluye. No dice nada que valga la pena y por eso no le entendemos, no dice nada que sea transmisible, nada que sea un pensamiento que el otro pueda entender. Pero, y aquí está la sutileza, como es extranjero no nos preocupa, lo bloqueamos y lo despreciamos. Sin embargo, el peor bárbaro queda disfrazado, agazapado y horadando con su estupidez la razón común a nuestro lado. Platón, fue el primero en darse cuenta que esta distinción entre griegos y “todos los demás, como bárbaros”, era una división asimétrica, arbitraria, irracional que induce a creer erróneamente que se corresponde con una realidad. Por eso Platón dice que existen divisiones en pueblos como lidios, frigios, caldeos, griegos, pero los bárbaros como pueblo no existen. No son más que un error, una pista falsa, una trampa.

Bárbaro, pues, desde esta perspectiva no es ningún pueblo, no designa ninguna raza, ni ninguna naturaleza sólo designa lo incompatible, a aquellos que no siendo de los nuestros son adversarios actuales y virtuales, pero además, en este caso también son los vencedores, los conquistadores, los señores del lenguaje soez, de la falta de cultura que se extiende sin que nadie lo remedie. Los bárbaros tienen realidad, detentan una función política, e ideológica pero son invisibles, porque en realidad son iguales a nosotros, “por naturaleza, decía Antifón el sofista, somos todos semejantes, tanto los bárbaros como los griegos… todos tenemos necesidades y las satisfacemos en las mismas condiciones, y en lo que se refiere a todas estas necesidades, ninguno de nosotros es diferente, tanto si es bárbaro como si es griego; respiramos todos el mismo aire con una boca y una nariz, todos comemos ayudándonos de la manos” ( DK 87 B 44).

Los sofistas –los grandes educadores griegos- fueron los primeros en romper esa diferenciación, esa división cultural de la humanidad entre griegos y bárbaros –que pasaba por la lengua, las costumbres y la leyes-, la distinción quedaba descalificada en aras de la naturaleza, de la identidad de los cuerpos. Los bárbaros, pues, no sólo desaparecieron con ellos, han desaparecido varias veces en la historia: con San Pablo que advertía que ya no existía ni griego ni bárbaro, ni hombre ni mujer, con Montaigne o con la Declaración universal de los derechos del hombre y el ciudadano en 1789; si los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos, entonces ya no hay civilizados ni bárbaros.

Pero entonces, ¿cómo han vuelto? ¿Por dónde? ¿Por qué? Sin la exaltación o la lucidez propia de Nietzsche, Freud habla de la interiorización de la barbarie en El malestar en la cultura, el bárbaro destructor, insensible a la piedad, deseoso de vengarse, incapaz de perdonar, se halla presente en lo más profundo de nosotros. Lo que Freud da a entender es que la barbarie permanece en nosotros de manera constante, susceptible de actualizarse y hacerse presente. La cultura como continuo cortafuego no logra humanizar al ser humano, y fracasa casi siempre. La civilización no ha podido con la barbarie y de manera recursiva resurge insospechadamente cuando parece inconcebible. Y de nuevo, el naufragio de la humanidad se reaviva. La cultura tradicional, precisa, seria, trabajosa, respetable hasta hoy, se dispersa, se desagrega y se disuelve.

Asistimos a la banalización de todos los significados, y de todos, los más banalizados son los relacionados con la cultura, que han sufrido un adelgazamiento que llega a la anorexia reflexiva. La alta cultura es hoy secundaria, la cultura basura es primordial. Además, la Universidad también se ha visto conquistada por esta cultura basura insustancial de “Club de la Comedia”, en el que parece que están los mejores monólogos de la literatura contemporánea para chistosos. Sólo la ficción es noticia, sólo el “marketin” es aprobado, con calculado interés especulativo, de ahí que los panfletos que repasan los acontecimientos culturales son una sucesión de fotogramas, vacíos e insustanciales que no dejan absolutamente nada en el pensamiento, nada en la biblioteca, nada en las mentes de los que con espíritu sólo festivo atienden a ese carnaval de frustración. Los bárbaros modernos son ignorantes civilizados o civilizados ignorantes.

La pregunta se impone: ¿Qué será ahora de nosotros si los definidos y explícitos bárbaros se han hecho invisibles y mayoritarios? Quizá ellos fueran una solución al fin y al cabo. Kavafis escenifica esta paradoja en un poema grandioso (“Esperando a los bárbaros”, 1904), presenta, escenifica más bien, el cambio de la representación: los bárbaros de fuera, los que están más allá de las fronteras han desaparecido y ahora (como ocurría en la película “Bailando con lobos”) vienen de dentro. El peligro ahora es que se instale la barbarie en la cultura. Por barbarie entiendo, parafraseando a Collingwood, “el esfuerzo consciente o inconsciente por volverse menos culto y civilizado de lo que uno es”. La paradoja de la educación y la cultura es que mientras menos educado estás menos importancia le das a estar educado o cultivado. Mientras menos educado estás más dinero necesitas el fin de semana.

El arte, la filosofía, la literatura, las ciencias o la religión no son ahora contrafuertes suficientes para contrarrestar la marea de esa mayoría exigente y resentida. La lengua de los totalitarismos es una lengua pobre, como la de la publicidad, la información (titulares) o la política, pero también una lengua controlada y controladora, en la que todo se conjura para que no pueda producirse nada imprevisto, no intervenido, ni verdadero. En fin, si quedan filósofos, historiadores, literatos o científicos que quieran escapar de ese destino incierto y blando, tendrán que intentar ir a contracorriente. Destino esquivo para los llamados hasta ahora “vanguardia ilustrada”.

No hace falta, pues, seguir hablando de este terreno movedizo, de esta situación en cierto sentido extrema que regula el penoso esfuerzo de la labor filosófica. Quizá hoy, más que nunca, desconozcamos o no estemos seguros de cuál es nuestra labor o si merece la pena, pero conocemos que nuestras sociedades todavía se rigen por ideas que densifican o enrarecen, se extienden o se retraen, desaparecen o sobreviven y conforman el núcleo de toda actividad cultural. Por eso es tan difícil hablar de unidad de la experiencia filosófica, la disgregación alcanza a todas las disciplinas, aunque algunas se acoracen más impúdicamente que otras. De todas formas, parece una atractiva sugerencia defender que la filosofía no es estable, fija o permanente, sino que coincide más bien con el acontecimiento, y a él habrá que atender con solícito interés.

HAGAMOS REFERENCIA A LA ÚLTIMA PARTE DE NUESTRA CONFERENCIA

3. La filosofía como terapia específica.

Es un hecho muy peculiar que la filosofía sea la única disciplina que hace esfuerzos extremados por cuestionarse a sí misma. En filosofía, la pregunta ¿Qué es filosofía? juega un papel absolutamente central. Incluso cuando no se plantea explícitamente, la tenemos siempre presente en el transcurso de nuestra actividad y sabemos que tenemos que tomar posición frente a ella. Es práctica­mente im­po­sible componer, aun esque­máti­camente, unos principios de iden­tidad en que se reconoz­can la mayor parte de quienes dicen apli­carse a eso de la filosofía. El recurso a los criterios adminis­trativos de división y organización del trabajo académico es, a tal efecto, especialmente desacon­sejable, aunque hasta ahora vayan ganando la partida.

La peculiaridad de la filosofía estriba, pues, a este res­pecto en que se contiene a sí misma como problema: a diferencia de otros saberes o prácticas para los que sólo desde fuera de ellos (espacio que la filosofía suele hacer suyo) cabe un cuestionamiento de su identidad. Así, para la filosofía, por sus pretensiones y los contenidos que encuentra como propios, no hay un fuera desde el que ella pueda ser objeto de crítica: no le cabe sino, poniéndose al borde de sí misma, con una panorá­mica incompleta y provisional, diferenciarse, desde la precaria objetividad que así obtiene, examinarse y someterse a su propia crítica. A falta de una instancia meta-filosófica, queda la filosofía entregada, juez y parte, a la paradójica labor de auto-­definirse, de ponerse un límite, de asignarse un espacio y una competencia. La empresa kantiana[1] es muestra óptima de esta sin­gular condición. La cuestión de la definición no puede resol­verse, pues, por encargo: nadie estaría en posición y condiciones de hacerse cargo de esta labor.

Los clásicos siempre mantuvieron que la filosofía se aprende haciéndose, como actividad[2], el juicio es sólo una cuestión de práctica. Enseñar a pensar requiere crear la necesidad del pensamiento. Esto es lo que hacía Sócrates generando incertidumbre, siendo crítico. Para pensar hay que desprenderse de la solución inmediata, de la inclinación por lo dado y lo aceptado socialmente. La crítica o la exposición crítica de la Historia de la filosofía, no es sólo un medio excelente de enseñar filosofía, sino que constituye su esencia. El continuo diálogo con la filosofía es el esfuerzo por contestar al ser interpelados ante los problemas de hoy. Esta forma de entender la filosofía, como ya hemos dicho, como una técnica para la vida, como una terapia para el alma[3], compara la filosofía y la medicina; es decir, entre la enfermedad como ignorancia del no-filósofo, y la curación como el aprendizaje de la filosofía.

En este sentido, ha sido quizá Wittgenstein quien mejor ha planteado crudamente que la crítica, la observación cuidadosa e incierta, al ser un sistema posterior a la creencia, hace avanzar al conocimiento humano al plantearle problemas. La duda está inseparablemente unida al pensamiento, se puede decir que dudar es pensar y que por los mismo pensar es dudar. Para que un hombre dude tiene que juzgar de alguna forma mediante el razonamiento y declarar los motivos que le llevan a dudar de algo. Por eso, dirá Wittgenstein en este sentido que «el niño aprende a creer en el adulto, la duda viene después de la creencia»[4], admitiendo explícitamente que la duda es un sistema posterior a la creencia y que es ella la que hace avanzar el conocimiento. Generalmente, todos propendemos a creer que el escepticismo agota la filosofía. Nada más falso. Cualquier doctrina sólo empieza a tener sentido si los protagonistas discuten su posibilidad y su verdad. Si no aceptamos que cualquiera que sabe algo debe ser capaz de dudar de aquello que sabe, no podríamos entender cómo es posible que el pensamiento avance en el conocimiento de las cosas.

Desde este punto de vista, parece claro que nuestra época pide al «filósofo» que sea lo que Rorty ha llamado un intelectual de uso múltiple, que no tiene «problemas especiales» por resolver ni tampoco dispone de algo así como un método específico y que «está dispuesto a opinar sobre casi cualquier cosa, con la esperanza de hacer que se conecte con todo lo demás», y al que denomina «especialista en ver cómo las cosas se relacionan unas con otras»[5]. Esta idea del filósofo como nexo de unión está presente de diversas maneras en toda la tradición filosófica. De hecho ya entre los griegos el verbo λέγειν, primer escalón para la filosofía, significaba trabar, poner en relación, realizar una conexión entre lo que parece heterogéneo. Hay que recuperar a los vecinos que amplían el espacio situado entre la excesiva abstracción académica y la inmediatez irreflexiva. En ese camino hay primero que darse cuenta, para luego poder dar cuenta, aunque sólo sea un dar cuenta de las dudas que suscita la realidad y su conocimiento. Por eso es mal asunto la premura en edificar certezas que activen a priori nuestra manera de ver las cosas o sustituyan de inmediato a las ya derribadas o desactivadas. En este sentido escribió Wittgenstein, «el filósofo no es ciudadano de ninguna comunidad de ideas. Es eso lo que hace de él un filósofo"[6]. Para ello, habrá que huir de la facilidad con la que el filósofo se instala en paraísos teóricos desde los cuales pone todo en cuestión o da respuesta a todo pero, sin ser éstos mismos paraísos puestos en duda.

Interesa, pues, más la búsqueda que el fin o la verdad, que, en rigor, no sabemos si es que existe tal verdad objetiva, pura, absoluta. Igual encontramos en nuestro recorrido verdades parciales, no las rechazaremos, al contrario, serán bendecidas, pero no tendremos situado, como obsesión, nuestro horizonte en «la verdad»[7]. Desde esta perspectiva, no podemos menos que considerar a la historia de la filosofía como resultado de una prolongada astucia, de una precaución que disminuye el peligro de tropezar con cosas perjudiciales, peligrosas y funestas. El anhelo por la verdad, nos lleva en algunos casos a fabricar «objetividades» inexistentes. ¿No es acaso preferible ser modestos y mostrar lo problemático del conocimiento histórico que esforzarse por conseguir una «verdad objetiva» basada radicalmente en una creencia: el valor de la verdad?[8].

La filosofía nos ofrece, quizá hoy más que nunca, una labor problemática, pues a veces la amplitud, ambigüedad y confusión a la que se ve sometida nos fatiga y asusta. Se puede definir la filosofía como el esfuerzo constante de reactivación del pensamiento. El caso más conocido sea quizá el de Platón al hablar de la enseñanza como de un «engendrar en belleza», un intento de sembrar en el discípulo ideas capaces de defenderse a sí mismas y que desencadenan la actividad de su reflexión. Es una interacción de nuestro pensamiento con el pensamiento de otros, una dialéctica entre el pensamiento histórico y el personal que crea ángulos y ámbitos de acceso a la realidad. Levantados, como decía Newton, sobre las espaldas de los que nos han precedido, posiblemente no podamos transmitir más que nuestra particular versión de sus ideas, pero esto no será poco si lo hacemos con honestidad. Nuestra marcha, pues, será en parte igual y en parte diferente a la marcha de otros. No es anarquía ni puro relativismo, sino intento de comprensión de la riqueza y complejidad del pensamiento humano.

Hemos visto que la aspiración a conocer τ πάντα unificaba los esfuerzos de cuantos estimaron que su actividad consistía en lo que los griegos llamaron «filosofía». En este sentido, Heráclito, Platón y Aristóteles siguen siendo contemporáneos, a pesar de que la pregunta por la «totalidad» no pueda ser planteada hoy en sus mismos términos; aunque haya de ser incluso eliminada del horizonte de la filosofía. En todo caso, provenimos de aquellas ilusiones, y difícilmente se encontrará una descripción de la actividad filosófica en la que no quede recogida la aspiración a conocer lo que ocurre en el mundo, incluyendo en él la realidad humana y sus conductas ético-políticas. Esta fue la postura adoptada también por Popper, contestando a los afanes reduccionistas de los analistas del lenguaje: «Los analistas del lenguaje creen que no existen auténticos problemas filosóficos; o que los problemas de la filosofía, si es que hay alguno, son problemas del uso lingüístico o del uso de las palabras. Creo, sin embargo, que al menos, existe un problema filosófico por el que se interesan todos los hombres que reflexionan: es el de la cosmología, el problema de entender el mundo -incluidos nosotros y nuestro conocimiento como parte de él-»[9].

Popper llegó a esta tesis desde un planteamiento más amplio. En primer lugar, no puede sostenerse -sin contradecir el aparecer histórico del pensamiento- que haya una «esencia» de la filosofía; en estricto sentido, no hay un «objeto propio», específico de la actividad filosófica, con arreglo al cual cupiera definirla. Sólo hay «problemas filosóficos» que amplían nuestra capacidad de entender el mundo, y que en no pocas ocasiones rozan ámbitos académicamente reservados a las ciencias y disciplinas particulares.

Sabemos, por los múltiples y variados casos que la tradi­ción nos presenta como filosóficos, que la filosofía es una actividad intelectual específica y/o un producto de la misma. Sabemos tam­bién que no es una actividad definitivamente cumplida y clausurada, sino abierta y con esperanza de alguna productividad. Esto limita ya el número de exposiciones posibles de la cosa. Si, por otra parte, esa actividad se supone sin clausuras de ningún tipo y a la espera de dar toda­vía más de sí, tampoco valdría una exposición sólo a partir de sus productos, es decir, una descripción de los mismos. Por ello, cualquier definición de filosofía no puede resultar satisfac­toria si únicamente se­ñala el límite y marca la diferencia con lo que le es exterior. La definición no preten­de, así, con­tener el concepto, sino más bien hacerse eco de esa dirección en la confianza de obtener una exposición más rica, precisa, deter­minada y real de la filosofía misma. Me parece evidente, la dificultad de este esfuerzo definitorio, que admitiendo muchísimos añadidos, precisiones o tachaduras es un intento personal, con criterios históricos y conceptuales, de lo que tenemos por filosofía, que no será para muchos un planteamiento válido y mucho menos el único válido. Contamos con cierta ventaja en este proyecto y es que a grandes rasgos existe cierto acuerdo sobre el pasado de la filosofía, concordia que disminuye si nos acercamos al presente y desaparece si se intenta vislumbrar el futuro.

Con lo dicho hasta ahora, hemos conjurado cualquier malentendido sobre el sentido y pretensiones de una propuesta de definición de filosofía. Cuenta Heródoto en su Historia, libro I, un recibimiento hipotético de Creso a Solón, un sabio ateniense que después de promulgar leyes para sus conciudadanos se había ausentado de su patria para ver mundo. En la audiencia concedida, Creso recibe a Solón de la siguiente manera: «Amigo ateniense, hasta nosotros ha llegado sobre tu persona una gran fama en razón de tu sabiduría y de tu espíritu viajero, y de que filosofando (por tu amor al conocimiento) recorriste tantas tierras por ver cosas»[10]. Esta imagen que liga la filosofía a la vida real y reconocible de los hombres, y considera el vagabundeo y la curiosidad cosmopolita, es una idea clásica del mundo griego. Sabemos que Pitágoras viajó mucho y que fueron también viajeros Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Jenófanes, Demócrito y Pirrón[11]. Y esa es la idea que subyace desde la antigüedad, la filosofía es una actividad humana en la que la identidad del filósofo es tan importante como la filosofía misma: «filósofo» en Heráclito, re­fiere antes que nada un modo de vida caracterizado por una espe­cial disposición intelectual[12]. Disposición que es anterior, si cabe, al propio acto del filosofar, por ello, de la filosofía no se sigue ningún modo especial de obrar. Las consecuencias del pensar sólo se manifiestan en la posible bondad, honradez y lealtad del comportamiento de los que lo profesan.

Esto deja a la filosofía en posesión del terreno. Pero lo está más en calidad de juez que de competidor victorioso. Un juez que organiza y dispone una competición especial, como la de Alicia en el país de las maravillas, en la que todo participante gana un premio, hasta el juez mismo. Dicho más claramente, lo que descubre la filosofía es que la verdad radica en nuestra propia actividad. Los competidores ganan sus premios contribuyendo, a su manera variada e insuficiente, al conocimiento de sí mismos, del mundo en el que viven y de los problemas que habrán de resolver. No hay, por tanto, progreso de la filosofía en el sentido postulado por Hegel; hay, en cambio, desarrollo de los problemas filosóficos, que van siendo asumidos cada vez. Ciertamente, cabe detectar desarrollo en el hecho de que ciertos errores van siendo eliminados y algunas «sendas perdidas» quedan por fin abandonadas. En esta línea encontraremos a la filosofía, como una muestra especial de ese vivir que pertenece al ser humano[13]. Este cambiante suelo es el que ha de servir de base a la filosofía y a la historia de la filosofía.

Ramón Román Alcalá

Universidad de Córdoba



[1] Esto tiene alguna consecuencia docente digna de mención, en una dirección muy semejante a lo que Kant apuntaba cuando afirmaba que era "a filosofar" y no "filosofía" lo que podía ser objeto de enseñanza y aprendizaje. El problema está en si la docencia de la filosofía en centros universitarios destinados a la formación de licenciados o doctores en filosofía debe adaptarse, travistiéndose quizás, a necesidades de formación no filosóficas.

[2] La asociación entre hacer y conocer, es decir entre Homo faber y Homo sapiens, implicaba una concepción activista del conocimiento. Ya en Jenófanes (DK B 17) y en otros presocráticos (para el carácter activo del conocer en los presocráticos remito a R. MONDOLFO: La comprensión del sujeto humano, Buenos Aires, 1968, pp. 149-230) aparecía esta concepción; y puede también reconocérsela en el vínculo que establecieron Sócrates y Platón entre el buscar y comprender sin cansarse de buscar (para Platón «conocer es un hacer», Sofista, 248 d-e). Pero quienes logran cristalizar esta concepción son los escépticos, para quienes debemos, prudentemente, ejercer la skepsis, o lo que es lo mismo, buscar y mirar con cuidado, investigar constantemente.

[3] Esta idea ha tenido un fuerte desarrollo y ha sido puesta de moda por P. HADOT: Exercises spirituels et philosophie antique, Paris, 1993 (trad. esp. Ejercicios espirituales y filosofía antigua, 2006), y desarrollada en otros estudios como A.J. VOELKE: La philosophie comme thérapie de l’âme. Etudes de philosophie hellénistique 1993, con prefacio del propio Hadot. Esta noción ya aparece en J.P. VERNANT: Mythe et pensée chez les Grecs, 1971, 96, (existe trad. esp.: 1973, p. 104) ligada al esfuerzo que realiza el alma con la memoria para elevarse y purificarse en la ascesis, y es ampliada por el propio P. HADOT, en el prólogo de ¿Qué es la filosofía antigua?, 1998, pp. 11-17.

[4] Das Kind lernt, indem es dem Erswachsenen glaubt. Der Zweifel kommt nach dem Glauben". Recogemos este texto de una colección de notas que nos dejó L. WITTGENSTEIN: en los últimos años de su vida y que hoy conocemos editadas bajo el título Über Gewissheit, (Ed. G.E.M., ANSCOMBE & G.H., von WRIGHT) Oxford, 1969, existe traducción en castellano de J.L. PRADES y V. RAGA: Sobre la certeza, Barcelona, 1988, & 160. Los subrayados son míos.

[5] R. RORTY: Consequences of pragmatism, Grighton, 1982, p. 39.

[6] L. WITTGENSTEIN: Zettel, trad. Octavio Castro y Carlos Ulises Moulines, UNAM, México, 1979, §455.

[7] De hecho, podríamos censurar con Nietzsche esa pesquisa insana de la verdad. ¿Nos seduce a nosotros -observa Nietzsche- esa cosa de mal gusto, ese ansia de verdad, de la verdad a toda costa, esa locura de mancebo enamorado de la verdad? Nietzsche nos previene contra esa necesidad enfermiza, poco justificada, de la verdad: "¿por qué no engañar? ¿Por qué no dejarse engañar?.. La verdad a toda costa. A toda costa, !ay!... Haríamos bien en preguntarnos detenidamente: ¿por qué no quieres engañar? cuando parece -!y tanto como parece!- que la vida está organizada para la apariencia, es decir, para el error, para el engaño, para el disimulo ...", F. NIETZSCHE: Die fröhliche Wissenschaft, Säntliche Werke, op. cit., Band, 3, &344, pp. 575-577, La gaya ciencia, &344, pp. 189-190.

[8] Aquí radica el miedo a la desaparición de la verdad. Pensamos que si ésta desaparece, desaparece el mundo, sin embargo, quizá habrá que decir las palabras que U. ECO en su novela Il nome della rosa, El nombre de la rosa, Barcelona, 1983, p. 445 le hace decir a Guillermo de Baskerville contemplando la "ecpirosis" de la Biblioteca: «Quizá la tarea del que ama a los hombres consista en lograr que éstos se rían de la verdad, lograr que la verdad ría, porque la única verdad consiste en aprender a liberarnos de la insana pasión por la verdad».

[9] K.R. POPPER: La lógica de la investigación científica, Madrid, 1963, p. 16.

[10] HERÓDOTO, Historia, I, 30. Esta anécdota es recogida también por SAVATER, F., Diccionario filosófico, Barcelona, 1995, p. 12, como punto de partida para su definición de filosofía. En este sentido dice, en réplica a una conocida frase barojiana, que la filosofía es una enfermedad que se contrae viajando o conociendo viajeros.

[11] Un viajero ya en transición a la modernidad es Montaigne, el cual con palabras escépticas y sutiles reflejaba uno de los principios de su escepticismo «A los que me preguntan por la razón de mis viajes, suelo responder que sé muy bien de lo que huyo, pero no lo que busco», M. MONTAIGNE: Les Essais, ed. de Villey, Paris, 1930, Libro III, cap. 9, p. 376.

[12] «Es necesario que los amantes de la sabiduría sean con­ocedores de muchas cosas», (DK 22 B 35). Un penetrante comentario de este fragmento lo encontramos en E. LLEDÓ: Lenguaje e historia, Barcelona, 1978, pp. 118-121.

[13] Para la designación de estos dos momentos que el vivir humano conjuga creo especialmente adecuado el par orteguiano alteración/en­simis­mamiento, cfr. para la ampliación de esta idea, J. OR­TEGA: El hombre y la gente, Madrid, 1972, pp. 17-37.

martes, 5 de octubre de 2010

Walter Benjamin: Imagen superficie


Os recuerdo que debéis leer el artículo de Walter Benjamin, "La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica".

La imagen como productora de una nueva realidad

sábado, 11 de septiembre de 2010

revisión ejercicios

El lunes 13 de septiembre a partir de las 11 de la mañana hasta las 13 horas.


Nota: Como sabréis estoy a punto, de nuevo, de ser papa. Mi mujer está cumplida desde el lunes pasado y el nacimiento de nuestra niña parece que es inminente. No sé qué ocurirá el lunes pero intentaré estar a esa hora.

Notas provisionales septiembre 2010

Hasta el último momento he estado esperando algunos trabajos, pero os pongo las notas y espero que los trabajos que faltan me lleguen.

Hermenéutica de la obra de arte
Calificaciones de septiembre de 2010

JOSÉ LUIS ASENCIO CAZORLA…………. NOTABLE 7.5
JAVIER TOMÁS CABRERO SALCEDO… APROBADO 5.5
PATRICIA FERNÁNDEZ LEAL……………. NOTABLE 7
LAURA GARCÍA FERNÁNDEZ…………… APROBADO 6
RAQUEL GUTIERREZ PARERA………….. NOTABLE 8
ROCÍO PASTOR SOLER…………………….. (falta trabajo)
CRISTINA JIMÉNEZ CABELLO…(hablar con profesor)
JOSÉ ANTNIO. PEÑA VILLAVERDE…… (hablar con profesor)

Córdoba 9 de septiembre 2010

lunes, 2 de noviembre de 2009

LA OBRA DE ARTE EN LA EPOCA DE LA REPRODUCTIBILIDAD TÉCNICA


Este artículo ya citado numerosas veces en clase es un símbolo para el arte contemporáneo. Benjamin adelantó la modificación que las nuevas tecnologías ejercían sobre el arte. Mirar el enlace y leerlo, formará parte de los contenidos del examen.


http://www.cholonautas.edu.pe/modulo/upload/Benjamin1.pdf
Espero vuestros comentarios sobre este artículo.
Os adjunto otro artículo sobre Benjamin